18 de junio de 2010

Portarretrato de una joven recatada (Capítulo IV)




Observando el rostro del señor precolombino y los sollozos de su churumbel, que se me clavaban como una espada fecha en Toledo esgrimida por un tercio español en Flandes a la hora del Ángelus, percatéme de mi vergüenza como Boabdil cuando abandonada Al Andalus. Me recompuse el tocado, me coloqué, sin rasgare las vestiduras, y extraje de mi bolso de mano (que no de viaje), el espejo repujado en nácar de áurea empuñadura adornada con trilobites del ordovicense. Miré mi reflejo y regalé mi vista con mi desangelado rictus, que me devolvió una mirada de pantagruélico bochorno estival. Saqué, asimismo, los polvos de cubrir pecas y pecados que me regaló, años ha, mi tía abuela Margot y que estaban elaborados con una antigua receta de rosa mosqueta. De pronto, un maquiavélico frenazo interrumpió mi acicalamiento a media asta y me dejó con la cara asimétricamente contrachapada, la quijada en entrecierre y el ceño en arcada ojival. Había llegado a mi destino. Con decidido gesto como Cristóbal Colón bajando de la Santamaría, puse mi pie en tierra, y con menos decidido intento, hice descender el segundo, al que se había aferrado como lapa en roca, una traicionera de mascar. Emprendí la marcha hacia el umbral del templo, un pie detrás de otro porque no hay otro modo, con las orejas gachas y la mente embebida en el análisis de conciencia al que me estaba sometiendo en tercer grado. Cada paso acrecentaba mi desasosiego imaginando la horripilante penitencia a la que mi cuerpo gentil iba a ser expuesta momentos after. Pasé junto al pobre indigente de corazón que siempre rezaba, con voz cadavérica y ademán
deseoso el mantra de: - M'ayudan pa comprar una hamburguesa por favor que tengo hambre. Tengan compasión por favor. Deslicé un generoso óbolo de un par de céntimos, parte de mi asignación mensual. Y entré, busqué la sacristía y alcé, temblorosa, insegura e incontinente, los nudillos en dirección nornoroeste western unión hacia la puerta de alcornoque. Y llamé.

10 de junio de 2010

Portarretrato de una joven recatada (Capítulo III)


En gesto de sentida gratitud y cortesía, deslicéme a un lado, dejando libre el asiento de escarlatado tapiz que otrora había sido ocupado por mi corpórea humanidad. Buscaba, obviamente, con ojos de cervatilla herida, la compañía del nuevo huésped (en el sentido bíblico del término) de mi corazón. Mas el estupor se abrió paso entre el molinillo de mis emociones cuando, del barbilampiño rostro de mi amigo (en el sentido bíblico del término) surgieron aquestas gélidas palabras, que me golpearon con el mismo ímpetu con el que mi primo Linton Harold golpea el volante en sus lecciones de bádminton:
- Na deja, si yo me bajo en dos paradas.
Y ante semejante desaire, mi alma quedó quebrantada, herida de muerte, agonizante a 60 kilómetros per hauer. Mis palabras se negaban a abandonar mi boca paralizadas por la congoja. Y cuando estaba a punto de empezar a llover en mi faz, cuando mis ojos se tornaban perlados… entonces profirió estas palabras:
- ¿Qué te pasa te ha dejao el novio? ¿O te queda alguna pa septiembre?
Debido al trato vejatorio y la falta de decoro del vencedor del torneo de justas de mi corazón huí despavorida hacia la sección trasera de la moderna diligencia en la que me encontraba. Tropezando. Sollozando. Tapándome los ojos. Cubriendo mis vergüenzas. Flexionando mis tobillos. Asustando a un señor precolombino y a su vástago. Cuando mi convulso cuerpo quiso recomponerse, como dijo el poeta "ayúdame Obi Wan Kenobi, eres mi última esperanza", él ya había partido.