13 de mayo de 2010

Portarretrato de una joven recatada (Capítulo II)



Mientras el traqueteo de los ejes del automóvil reverberaba en mis cuartos
traseros como redoble de tambor guineano me sentí liviana y serena por unos
momentos. Mi destino me esperaba como los lirios del campo esperan a la
primavera para florecer súbita e inesperadamente,atontolinados por el invierno.
Ante tal calma chicha relajóseme la presión metacarpiana sobre mi ya citado
pañuelo. Y por tanto, cuando el metálico carruaje, bruscamente, gripó su
empecinado avance, la pieza de tela deslizóse entre mis dedos como la arena de
aquella playa, aquella cala remota a la que fuimos con la abuela Gertrud. Y
entonces, la puerta abierta, el carnet de abono al autobús, el hirsuto rostro del
cochero y su ademán de afirmación con la testa, el gesto amable de su
interlocutor, mi corazón acongojado y en otro lado. Y allí estaba él, el fornido
capitán de mi alma, mi indomable equino, el pecaminoso baluarte de mis sueños
adolescentes. Dando dos decididos pasos al frente, dobló el lomo, ergo, se
deslomó, y recogió mi pañuelo yacente con su vellosa y varonil mano.
Ofreciéndomelo, me dijo:
- Toma tu pañuelo que se te ha caído, maja.
Dijo con un acento provinciano, que provocó que mis mejillas se incendiaran y que
me ruborizara ante este encuentro como la prepúber que hacia escasos tres
meses, en mi vigesimotercer aniversario, había dejado de ser.

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